5 de mayo de 2008

Espíritu, hombre y Dios.

El auge de los movimientos del Espíritu que aspiran a recuperar el sentido de la oración y poner otra vez de moda los retiros espirituales así como los encuentros de meditación y alabanza, no cabe duda que suponen un beneficio general para la Iglesia pues contribuyen a fomentar una espiritualidad necesaria. Sin embargo, uno de los peligros que conlleva esta ola contemporánea de nueva espiritualidad es el de falsificar, sin pretenderlo, al verdadero Dios de la Biblia o sustituirlo por ídolos humanos. Los excesos en este sentido fomentan una interioridad emocional, una vivencia interior intensa, pero que no da lugar a una movilización exterior que provoque un cambio de actitudes sociales o una regeneración moral de la persona.

Con demasiada frecuencia, esta mal entendida espiritualidad da lugar a congregaciones que en el fondo son grupos emocionales dependientes de un líder que es quien les proporciona calor, sentido y participación. Cuando esta persona desaparece, o se equivoca, el grupo tiende a deshacerse porque, en realidad, dependía del pastor más que de Dios. Se había llegado así a idolatrar al dirigente hasta el extremo de que si éste fracasa a nivel personal, toda la congregación fracasa también y se desintegra por completo.

En un mundo secularizado que niega continuamente a Dios, los cristianos evangélicos corremos el riesgo de volcarnos hacia el lado opuesto y crear un espiritualismo desencarnado, una religiosidad que apueste por un Dios ajeno a la historia humana que sólo se haría presente en determinados momentos de oración eufórica, de culto emotivo o alabanza fluida.

Sin embargo, la huida de nuestra tarea en el mundo no será nunca la verdadera religión pura de que nos habla el Nuevo Testamento y que consiste en el amor de “visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Stg. 1:27).

No hay por qué dudar de la autenticidad de muchas actitudes religiosas, ni de la sinceridad del corazón del creyente que ora bajo la influencia del Espíritu Santo, pero sí que es conveniente proclamar que existe el peligro de que extraviemos nuestros caminos y volvamos a cometer equivocaciones parecidas a las de los religiosos de la época de Jesús.

El Maestro denunció la religiosidad espiritualista de los escribas y fariseos que consistía precisamente en hacer lo opuesto a lo que escribió Santiago: “¡Ay de vosotros escribas y fariseos, hipócritas!, porque devoráis las casas de las viudas, y como pretexto hacéis largas oraciones; por esto recibiréis mayor condenación” (Mt. 23:14).

¿De qué sirve participar activamente en cultos muy espirituales si en la vida cotidiana no se actúa con misericordia y amor al prójimo? Lo cúltico, lo espiritual, lo sagrado o lo religioso no pueden sustituir a Dios ni a la responsabilidad que cada creyente tiene delante de él. El culto racional no debe convertirse en una idolatría de los sentimientos o los deseos humanos, ni en una huida del mundo, sino en una acogida gozosa y responsable de nuestra misión en la sociedad. Jesucristo nunca concibió otra forma de rendirle culto a Dios, para él no hay acceso posible al creador del universo fuera de la dedicación y el compromiso con ese reino de la fraternidad.

El creyente no puede pasar de largo ante los caídos en la cuneta de la historia. Toda búsqueda de Dios, al margen de esta suprema ley, acaba tarde o temprano creando a un Dios falso y practicando un espiritualismo anticristiano.

La gloria de Dios no reside en que el hombre le mencione, le cante o le dé culto en determinados momentos, sino que es la vida entera de los seres humanos. Más que hablar, cantar o danzar es vivir cada día con coherencia. La propia vida de los cristianos es el reconocimiento de Dios como Padre que desea plena comunión con sus hijos. Aquellas mismas palabras que un día escucharon los discípulos de Cristo: “¿por qué estáis mirando al cielo?” (Hch. 1:11), resuenan hoy con fuerza sobre todos los empeños espiritualistas.

Es en esta tierra, en la que por desgracia su voluntad todavía no se cumple, donde tenemos la obligación de seguir mirando y donde Dios quiere ser encontrado por cada ser humano. De manera que a Dios no se le debe buscar en el espiritualismo, sino en el Espíritu Santo y en el Cristo humanado.

A Dios tampoco se le puede amar en abstracto o de forma espiritualista. Como escribió el apóstol Juan: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1 Jn. 4: 20). El que ama a Dios no puede ignorar a sus hermanos. Sin embargo, los espiritualismos buscan a Dios donde ellos quieren y no donde él espera ser hallado, por eso son tan peligrosos para la Iglesia del Señor ya que pueden privarla de su fidelidad a Dios y de su credibilidad ante los hombres.

Gentileza: Protestante Digital.
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