27 de enero de 2009

En pos de lo imposible.

Una visión cumple un papel fundamental porque vuelve a colocar ante nosotros la imagen de lo que podríamos ser si escogiéramos darle a Dios la libertad que le corresponde como nuestro creador.

La manera en que el Señor entrega a sus hijos una visión refleja la inagotable creatividad con que ha engendrado los mismos cielos y la tierra. En algunos casos, como los de Isaías, Daniel, Ezequiel o Juan, los que la recibieron se vieron envueltos en una dramática experiencia que los trasladó a una dimensión que pocos hombres han visto. En otros casos, como la de los patriarcas, Josué y David, la visión vino por medio de una palabra que Dios les habló. En la vida de Samuel, José y los hombres sabios del oriente, las visiones llegaron por medio de sueños. Los discípulos, al caminar con el Hijo de Dios, tuvieron oportunidad de percibir una visión echa carne, pues Jesús les afirmó: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14.9). En un caso en particular, el de Moisés, la visión le fue entregada en dramáticos encuentros en los que Dios hablaba con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33.11).

Cometeríamos un error si insistiéramos que una visión debe llegar por algún camino en particular. En lo que no parece existir duda alguna, sin embargo, es sobre el valor de una visión en movilizarnos hacia la relación que Dios anhela cultivar con cada uno de nosotros. De hecho, el autor de Proverbios no duda en señalar: «Donde no hay visión, el pueblo se extravía» (29.18 – NVI). Es decir, si no existe una orientación divina para el hombre, andará descarriado, perdido, desorientado.

Una visión cumple un papel fundamental porque vuelve a colocar ante nosotros la imagen de lo que podríamos ser si escogiéramos darle a Dios la libertad que le corresponde como nuestro creador. Nos salva de deambular de un lado para el otro en la vida, arrastrados por las inestables corrientes de un mundo sin rumbo.

Tan importante es el impacto de la visión que el Señor comparte una con nosotros cada vez que escoge dar a conocer su corazón. A Abram mandó que contara las estrellas del cielo y la arena del mar para que pudiera captar las dimensiones del pueblo que formaría de sus entrañas. También a Isaac y Jacob, como herederos de la promesa, les reiteró esta visión. La visión cobró tal fuerza en los descendientes de Abraham que José, quien pasó la mayor parte de su vida en Egipto, solicitó ser enterrado en la tierra que Jehová había jurado a sus padres. Cuando Moisés apareció, cuatrocientos años más tarde, el Señor cautivó su corazón con la descripción de una tierra que fluye leche y miel, una descripción que volvió a reiterar al pueblo, al menos, dieciséis veces.

La historia de Moisés, sin embargo, también nos ayuda a entender cuál es el problema principal que enfrentamos frente a una visión. Cuando esta nace en el corazón mismo de Dios, el contraste entre el sueño que presenta y la realidad que vivimos es tan inmensa que, en ocasiones, nos parece imposible poder alcanzarla. Que un hombre anciano, sin hijos, se convierta en el padre de una multitud tan numerosa como la arena del mar parecía, más bien, una burla. Que los israelitas, hundidos en una opresiva esclavitud, pudieran llegar algún día a morar en «una tierra con grandes y espléndidas ciudades que tú no edificaste, y casas llenas de toda buena cosa que tú no llenaste, y cisternas cavadas que tú no cavaste, viñas y olivos que tú no plantaste» (Dt 6.10–12) parecía una verdadera utopía. El solo pensar en esta visión despertaba en ellos un torbellino de preguntas: «¿Cómo nos darán permiso para irnos?; ¿quién nos conducirá hasta allá?; ¿cómo podremos vencer a los moradores de aquella tierra?, etcétera, etcétera»

Del mismo modo, cuando el Señor declara que hemos sido «predestinados a ser hechos conforme a la imagen de su Hijo» (Ro 8.29), y que nuestro llamado nos ofrece la increíble oportunidad de «llegar a ser partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1.4), se manifiesta en nosotros un fuerte escepticismo. Estamos de acuerdo con que él ha prometido darnos vida, y vida en abundancia (Jn 8.32), pero la verdad es que la mayoría de nosotros no creemos que la podremos saborear durante los años que transitaremos en esta tierra.

Una visión de lo alto, sin embargo, no habla de lo imposible, sino de lo posible. Constituye un error fatal, sin embargo, creer que la posibilidad de su implementación descansa sobre nuestros capacidades. La visión que Dios imparte es una que describe cómo será la vida cuando él haya realizado en medio de nosotros las obras que se ha propuesto.

Cada vez que Dios ha compartido una visión, sin embargo, quienes la recibieron se han sentido tentados a mirarse a sí mismos para ver si es realizable. Inevitablemente lo que vemos no nos inspira, pues nuestras insuficiencias y debilidades están siempre a la vista. Cuando nuestras dudas y preguntas ganan sobre la visión de Dios ocurre una de las grandes tragedias en la vida espiritual. Acabamos, como el hermano mayor en la parábola del hijo pródigo, trabajando con amargura para lograr algo que se obtiene por otro camino enteramente diferente: descansar en la certeza de que nuestras vidas están en manos de un Dios que se especializa en convertir lo imposible, en posible.

Por Christopher Shaw

Gentileza: Desarrollo Cristiano.
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