12 de agosto de 2008

¡Rompamos vasijas!


Por Christopher Shaw

¿Quién, sino la novia de Cristo, podrá señalar al que es el camino, la verdad y la vida? ¿Quién sino su iglesia para marcar la senda...? Ante esto, es menester identificar cuáles son las vasijas que más han impedido que la luz del Señor brille con la intensidad debida. Rompamos juntos, de una vez, estas vasijas «para que alumbre nuestra luz... »

No cabe duda de que nadie, absolutamente nadie, enciende una lámpara para luego colocarla debajo de una vasija (Mt 5.15). De hecho, si fuéramos testigos de una acción como esta, no vacilaríamos en calificar de ridícula a la persona que la realiza. No obstante lo disparatado del procedimiento, no deja de ser una buena descripción de lo que ha sido la historia del pueblo de Dios. Una y otra vez hemos escondido nuestra luz debajo de una vasija.

Usted probablemente sentirá, al igual que yo, que ya es hora de despedazar las vasijas que no permiten que se vea la luz de Cristo en nuestras vidas. Un mundo donde la confusión es cada vez más acentuada pide a gritos que alguien se levante y diga, con convicción: «Este es el camino, anden en él, ya sea que vayan a la derecha o a la izquierda» (Is 30.21 - NBLH). Ni por un instante debemos dudar que esa voz, clara e insistente, debe ser la de la Iglesia. ¿Quién, sino la novia de Cristo, podrá señalar al que es el camino, la verdad y la vida? Ante esto, es menester identificar cuáles son las vasijas que más han impedido que la luz del Señor brille con la intensidad debida.

Quisiera sugerir que la primera vasija que esconde nuestra luz es la de la indiferencia. La mayor razón por la cual no estamos comprometidos con las misiones no es la dificultad de llegar al campo, ni la resistencia de los pueblos al evangelio, ni tampoco la falta de recursos para movilizar a más personas. El mayor obstáculo a una actitud de compasión hacia los que están en tinieblas es nuestra propia apatía. En más de una congregación existe un total desinterés por tocar la vida de aquellos cuyo destino eterno es la muerte. Se ha instalado en nosotros el mismo espíritu de Jonás, quien se ubicó sobre la colina, con una especie de perversa satisfacción, a esperar la destrucción de los ninivitas. Por esto, el primer paso hacia las misiones necesariamente requiere de nuestro arrepentimiento, por el egoísmo que ha marcado nuestra vida espiritual.

Una segunda vasija que ha opacado nuestra luz es la de la religiosidad, es decir, aquellas actividades que resultan cuando el hombre toma control de su propia experiencia espiritual y deja de responder a las iniciativas del Altísimo. En la religión, el ser humano siempre es el protagonista, el centro de todo. Su meta es manipular al ser divino para que este bendiga y prospere los proyectos que ha construido. Viendo de esta forma la vida, las misiones se convierten en un elaborado programa de la iglesia, fruto de nuestra propia inteligencia, pero en el plan de Dios, las misiones son la expresión de una realidad interior vivida por sus hijos. No podemos crear actividades que produzcan luz, porque no hemos recibido esa capacidad. Lo único que nos queda por hacer es dejar que la luz de Cristo brille con intensidad en nuestras vidas. Esto, por supuesto, es el resultado de caminar cerca de él y por eso el discípulo comprometido con las misiones es llamado un testigo, porque señala una realidad que trasciende su propia persona.

Una tercer vasija que debemos destruir es la de la complacencia. Se ha instalado en nuestro seno una convicción dura de combatir, pues los mismos promotores de misiones tienden a perpetuarla; es la idea de que se requiere un llamado especial para involucrarse en las misiones. Como la mayoría de nosotros nunca hemos sentido un llamado a alguna nación lejana nos sentimos seguros de que no estamos en falta con nuestro Dios. La Palabra, no obstante, enseña que la iglesia toda ha sido llamada a ser testigo de «las maravillas de Aquel que nos llamó de tinieblas a luz» (1Pe 2.9–10), testificando tanto en las comunidades de Jerusalén, de Judea y de Samaria como también las que habitan lo último de la tierra. Misiones expresa un compromiso con nuestros vecinos y las tribus de las más remotas regiones del mundo.

Una cuarta vasija debajo de la cual hemos escondido nuestra luz es la de la mezquindad. Esta vasija es particularmente común en América Latina, donde seguimos convencidos de que no podemos tener plena participación en las misiones porque no tenemos los recursos necesarios para hacerlo. Al igual que todas las mentiras del enemigo, esta también se basa en una media verdad. Nosotros no tenemos los recursos, pero nuestro Padre celestial sí tiene los tesoros del universo a su disposición. La actitud que destraba las riquezas de Dios en favor de las misiones, sin embargo, es nuestra disposición para obedecerle antes de que veamos los recursos. Nunca, en la historia de la Iglesia, el Señor ha provisto primero los recursos para un proyecto misionero; más bien, la iglesia toma, por fe, el paso de comprometerse y luego Dios provee los medios.

Tal vez usted puede identificar otras vasijas que han escondido la luz del evangelio. Algunas son comunes y ordinarias; otras resultan más elaboradas, finamente decoradas con toda clase de sutiles argumentos, empleados con orgullo para defender una espiritualidad individualista y utilitaria. La verdad es que no importa qué clase de vasija hayamos escogido para esconder nuestra luz, todas cumplen la misma triste función, que es la de neutralizar el evangelio de las buenas nuevas. Mientras continúe esta situación, estamos en falta con nuestro Dios y la sociedad que nos rodea. Rompamos juntos, de una vez, estas vasijas «para que alumbre nuestra luz delante de los hombres, para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5.16).

Gentileza: Desarrollo Cristiano.
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